Mi nombre es Juan Olezero, pero eso no les ayudará mucho.
Soy un indagador, un esquiriente, alguien que busca la solución y aunque pueda
parecer apasionante, mi trabajo se reduce a divorcios, fraudes a seguros,
impagos, excepto en el caso Martín que seguro recordarán. Aquella muchacha
semidesnuda que corría por ese barrio donde las viviendas se ocultan tras muros
y enormes jardines arbolados y donde las calles nunca son rectas por simple
capricho constructivo. Allí la interceptaron dos muchachos de la seguridad
privada, por casualidad, y después de tranquilizarla, descubrieron de dónde
venía: la mansión de los Martín, un enorme chalet de dos alas, una entrada bajo
palio, dos alturas y un cadáver en el dormitorio principal, golpeado con saña,
con método, sin piedad.
El asesino fue un antiguo novio de la chica desnuda. El
pobre muchacho, enajenado por los celos y tras descubrir que su antigua
compañera alternaba con ancianos, se dejó llevar por su rabia. Es posible que
ahora me odien por haberles desvelado el misterio, como si hubiéramos ido a
leer la última página del libro. Las historias de investigaciones deben ocultar
estos datos hasta el final, para mantener la incertidumbre, el suspense y, en
definitiva al lector, pero si siguen leyendo mis palabras les contaré cómo
consiguió la policía encontrar al culpable.
La muerte
del cabeza de familia de los Martín había preocupado mucho a la comunidad
residencial donde vivían y, claro, apenado a aquellos que le conocían, en
especial a su desconsolada esposa y a sus dos hijos que tuvieron que
interrumpir un viaje de estudios a Ámsterdam. Nunca hablé con la familia; el
caso cayó en mis manos por la preocupación de los vecinos quienes creían, de
forma absurda, que la policía no se esforzaría lo suficiente. Uno de los
residentes, Don Víctor, para quién ya había trabajado en otras ocasiones, fue
quién contactó conmigo. No fue difícil localizar al novio de la chica desnuda,
ni reunir suficientes pruebas contra él. Como les dije, ese es mi trabajo, yo
le incriminé.
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