Uno de mis ochos bisabuelos, en concreto el que no nació en
Madrid, tenía un apellido que, en su lengua original, significaba demonio. Es
algo que siempre hemos sabido en la familia, pero a lo que nunca le hemos
dedicado tiempo ni esfuerzos. Mi bisabuelo procede de un pequeño pueblo de
Italia y como todos esos pueblos, y más de aquellas épocas, todo está oculto
entre cuentos de la lumbre, recuerdos olvidados y palabras susurradas cuando
nadie puede oírlas.
No había muchas vocaciones en aquella época, quizás por un
exceso de trabajo en las tareas del campo o por la posibilidad de marcharse a
trabajar en la incipiente industria que empezaba a crearse en Milán; todas las
familias del pueblo iban turnándose cada año para prestar a uno de sus miembros
para las tareas eclesiásticas. Esta tarea recaía, casi siempre, en el varón
menor de cada casa, siempre que ya hubiera cumplido los diez inviernos. Eran
los monaguillos temporeros y su trabajo consistía en adecentar la iglesia antes
de la misa del domingo (la única que se celebraba porque el párroco era
itinerante), tocar la campana y asistir al cura durante la ceremonia. Haciendo
ese servicio comunitario fue donde le detectaron a mi antecesor su malatía.
Cada vez que le tocaba asistir al cura, las manos se le enrojecían y si era
especialmente larga, un bautizo o un funeral, le llegaban a aparecer ampollas
en las manos.
Las primeras veces pudo ocultar su mal, sólo se lo mencionó
a su madre, pero tras llevarle al médico y que este no acertara a
diagnosticarle nada, el pueblo entero supo de sus síntomas. No hubo comprensión
por parte del cura quién achacó las ulceraciones a los malos pensamientos de mi
pariente. Las murmuraciones y las comidillas fueron en aumento y el pueblo se
hizo más pequeño aún.
En mi familia siempre se nos ha contado que la familia de mi
bisabuelo emigró de Italia huyendo del auge del fascismo de Mussolini, pero las
fechas no cuadran ya que debieron llegar a España mucho antes. Esta anacronía
tampoco nos había pasado desapercibida, pero, de nuevo, la habíamos ignorado a
sabiendas.
Los eccemas y sarpullidos de mi bisabuelo no volvieron a
aparecer, pero también es cierto que su familia no era muy amiga de visitar la
iglesia (costumbres extranjeras pensaron sus vecinos). Todo cambiaría cuando
conoció a mi bisabuela y decidieron casarse. Estamos hablando de principios de
siglo y, a pesar de las moderneces de la época y de las rarezas de los extranjeros,
pasar por la vicaría era un ritual obligatorio y más para mi bisabuela que
procedía de uno de los barrios más castizos, con más solera y donde a las cosas
buenas las llamaban «fetén». Ligarse a un italiano era de bandera, algo con lo
que la madre de ella balconeaba presumiendo porque las hijas de las vecinas
habían tenido que bandear con algún baranda.
La ceremonia se celebró en la iglesia de los Chisperos,
junto a la plaza del Dos de Mayo, en el mismo sitio donde hoy podéis
encontrarla aunque rodeada de garitos de la noche, bolardos y botellones, y los
sarpullidos volvieron. Y también lo hicieron en el bautizo del primer hijo y
del segundo, pero el tercero fue el peor. Nació enfermo y la familia hizo
varias misas, primero para que se recuperara y luego para despedirse de él tras
su muerte. Las ampollas se convirtieron en llagas y mi bisabuelo no pudo
ocultarlas más al cura de la iglesia. Éste, creyente y temeroso, pensó que era
un castigo de Dios por la poca devoción de mi ascendiente italiano y se propuso
inculcarle las enseñanzas divinas, a palos si era necesario. Todas las noches,
cuando mi bisabuelo terminaba su trabajo como tramoyista en un teatro de la
plaza Santa Ana, iba a la iglesia y leía pasajes de la Biblia en voz alta para
el anciano sacerdote. El mal no remitió, sino que fue empeorando y con los días
extendiéndose de las manos al pecho, de este a la garganta. Mi bisabuelo murió
asfixiado al bloqueársele la tráquea debido a la hinchazón de los músculos del
cuello. Dejó una mujer, cuatro hijos y muy pocas rentas. El cura se negó a
enterrarle en el cementerio católico y no había dinero para trasladarle a uno
civil en las afueras. Al final, mi bisabuela aceptó la oferta de un agente
universitario que la visitó en el velatorio. Se llevaron a mi pariente para
investigar con él en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense y
pagaron por él cuatro duros, un buen dinero.
El apellido endemoniado sigue ahí en mi nombre, enterrado
entre otros siete apellidos y pasa un poco desapercibido, pero en mi familia no
se habla de estas cosas, rara vez hablamos del pasado. Yo nunca hubiera
conocido esta historia de no ser por el profesor Cuerda, ahora catedrático. Él
se puso en contacto con toda nuestra familia porque estaba investigando el extraño
caso de nuestro pariente y deseaba hacernos unas pruebas. De toda la familia yo
fui el único que le respondí. Su carta, llena de detalles biográficos de mi
pariente, me llamó la atención. Y sí, me picó la curiosidad.
En el despacho de la universidad de Cuerda había varios
frascos con manos, con rostros, con pies todos ellos blanqueados por los
alcoholes de embalsamar que usaban para conservarlos. Imaginé que mi bisabuelo
podría estar en unos de esos tarros, quizás en la deformada cabeza que parecía
mirarme gritando, pero nunca lo pregunté. Reconozco que me dio miedo hacerlo.
El profesor creía que mi bisabuelo
padecía una alergia a algo habitual en las iglesias, pero que, en aquella
época, nadie supo diagnosticarlo correctamente. Yo no estaba muy de acuerdo,
nadie en mi familia tiene una alergia parecida. Algún asma infantil, alguna
apnea nocturna o el temprano descubrimiento de que las orugas procesionarias no
son tus amigas, pero de alergias al incienso, al agua bendita y esas cosas, no,
de eso no teníamos.
Me explicó que las alergias
pueden saltarse una, dos o más generaciones. Su argumento parecía sólido y me
dejé hacer pruebas; me tocó en el brazo con todos los productos que imaginó,
pero los resultados fueron negativos. La piel sonrosada se quedó como estaba en
todas las ocasiones, tan sólo manchada de las marcas de control. En la sesión
final, cuando pensaba comentarle que me mudaba de ciudad y que no podría
volver, me pidió que sostuviera una biblia. Le miré en silencio, un rato largo,
y me negué a hacerlo. Me preguntó mis motivos y me defendí diciendo que aquello
no me parecía nada científico. Él no me creyó.
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